Leyendo a Kant

 

Parece

que entre la cosa en sí y su apariencia

hay un abismo, un lago

que llenamos de monstruos,

—si así se quisiera llamar

a los residuos del entendimiento—

o, más bien, contaminamos

porque cada adición cambia la esencia

de las cosas si ésta

vive —verdaderamente— en el tiempo.

 

Pero esta tarde de octubre perfecta

—porque perfecto es lo que, efímero, deja su huella—

la cosa en sí no me es ajena,

sino que es lo que parece ser:

la brisa mansa de la tarde,

el ángulo de luz en la pared

mostrando su estructura propia

de corpúsculos, mónadas

que hacen temblar las telarañas

en la herrumbre de la reja,

sucesión de fenómenos

con orgánica estructura o, al menos,

sin que yo sienta

el caos inherente a la materia,

y me deje arrullar por la placidez de la razón

–armonía cabal de los sentidos—

y así mecida por el dulce

traqueteo del tren de cercanías

discurro en el espacio-tiempo

y creo conocer mi propia sombra.

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