Parece
que entre la cosa en sí y su apariencia
hay un abismo, un lago
que llenamos de monstruos,
—si así se quisiera llamar
a los residuos del entendimiento—
o, más bien, contaminamos
porque cada adición cambia la esencia
de las cosas si ésta
vive —verdaderamente— en el tiempo.
Pero esta tarde de octubre perfecta
—porque perfecto es lo que, efímero, deja su huella—
la cosa en sí no me es ajena,
sino que es lo que parece ser:
la brisa mansa de la tarde,
el ángulo de luz en la pared
mostrando su estructura propia
de corpúsculos, mónadas
que hacen temblar las telarañas
en la herrumbre de la reja,
sucesión de fenómenos
con orgánica estructura o, al menos,
sin que yo sienta
el caos inherente a la materia,
y me deje arrullar por la placidez de la razón
–armonía cabal de los sentidos—
y así mecida por el dulce
traqueteo del tren de cercanías
discurro en el espacio-tiempo
y creo conocer mi propia sombra.