El esqueleto

Me acuerdo de que mi tío Aurelio, mientras fumaba, jugueteaba con lo que parecía un guijarro.

Me encontraba en su casa el día que murió. La casa, enclavada en una hondonada y rodeada de huertos de naranjos, olía a humedad y a madera vieja. Se oía el tic-tac de un reloj y murmullo de gente. Me armé de valor y me dirigí a la habitación del muerto para avisar a mi madre de que era hora de marchar pero, avanzando por el pasillo, me llamó la atención una habitación austera como una celda monacal donde había una cama, una mesa, un flexo antiguo, una librería con libros desvencijados y un esqueleto. Los huesos estaban engastados con el alambre que se usaba para hacer las jaulas de los conejos. Por la ventana abierta entraba el olor del azahar y se escuchaba zumbar a las abejas en los naranjos cercanos. Me llamó la atención que el esqueleto parecía contrahecho. Tenía una pierna más larga que la otra y uno de los hombros estaba encogido. Esa asimetría hacía que ladease ligeramente la cabeza y le daba un extraño aire de viveza, como si mi irrupción en la sala hubiese interrumpido un peculiar baile de san vito. La mandíbula inferior, un tanto desencajada, completaba la impresión de que el esqueleto se estaba carcajeando. Pensé que debía ser de mi prima Isabel, de su época de estudiante. Salí de la habitación en silencio y, por si acaso, cerré la puerta. Esa tarde hablé con Isabel mientras tomábamos un café en el Tanatorio. Le mencioné el esqueleto. Se le humedecieron los ojos. “Quería estudiar medicina. No fue fácil convencer a mis padres; iba a ser la primera de la familia que cursara una carrera universitaria y, además, la única chica. Pero siempre fui la preferida de papá. Ya sabes las estrecheces económicas que pasamos. Necesitaba estudiar el esqueleto humano, pero no podía comprar uno, así que papá habló con el enterrador. Cuando se vaciaba alguna tumba y se llevaban los restos antiguos al osario, discretamente, algún hueso se perdía en el traslado. Entonces el enterrador avisaba a papá”. Isabel siguió hablando, pero mi mente ya se había ido al cementerio, un diminuto jardín de paredes blancas y varios cipreses centenarios.

Es un diminuto cementerio de paredes blancas y cipreses centenarios. A la manera mediterránea, se entierra a la gente en nichos adornados con gladiolos y crisantemos. El osario está al fondo, siempre cerrado. Es una noche de luna llena. La brasa de un cigarrillo cae al suelo y un pie la pisa. Dos sombras abren la puerta del osario y desaparecen. Al poco, dos hombres salen del cementerio y toman caminos diferentes. Uno entra en una casa cercana. El otro coge una vereda entre huertos de naranjos y se dirige a una casa en una hondonada. A la luz de la luna, la vereda resplandece entre los árboles negros. En la casa una sola ventana está iluminada. Se acerca despacio, saca el hueso que llevaba escondido y golpea el marco de la ventana con él.
-Mira lo que te traigo.
-¡Jesús, qué susto me has dado!
Una joven se asoma por la ventana, coge el hueso y lo examina.
-¡Es un fémur! ¡Qué bien!
Se aleja de la ventana.
-Pero es más corto que el otro. ¿No había otro más largo?
Hija, ¿qué quieres? Han desenterrado a la abuela Julia y Cándido solo ha podido coger este hueso porque toda la familia estaba allí para ver si había joyas en el féretro y no le quitaban ojo de encima. Y el otro es del bisabuelo de los Largo…
-¿La abuela Julia? ¿Te refieres a tu tía Julia?
-Sí.
La joven da vueltas al fémur y lo mira con gesto dubitativo.
-Me da no sé qué. Por lo que cuentas, la abuela Julia era casi como tu madre.
-Que no te de nada; era tan buena que, de saber que te hacía falta, te lo hubiese dado ella misma. ¡Rediez, Isabel! ¿No te ha dicho tu madre que no fumes dentro de la casa?
La joven sonríe y, empinándose por encima del alféizar de la ventana, le da un beso en la mejilla al hombre y vuelve a desaparecer dentro de la habitación.
-No te quedes leyendo tarde. No se cómo no te cansas…
El hombre da un rodeo para entrar a la casa, pero se sienta en el poyete de la entrada. Su mano derecha, al ir a coger el paquete de tabaco, saca algo que parece un guijarro. Se queda un instante mirándolo con gesto melancólico, pero empieza a lanzarlo al aire y jugar con él. Enciende un cigarrillo y contempla los huertos negros. Una ligera brisa se mueve entre los naranjos.

Isabel dijo “Mira” y me sacó de mis pensamientos. En su palma extendida descansaba un huesecillo blanco y redondeado. Al cogerlo noté que era suave como un canto rodado o las tabas con las que jugaban los niños. Reconocí el guijarro con que jugaba mi tío Aurelio. Isabel sonrió.
-Es un escafoides. Siempre lo llevaba en el bolsillo y se entretenía lanzándolo al aire. Me dijo que lo encontró en el suelo del osario. Lo que no se es a quién pertenece.
Salimos a la calle a tomar el aire. Empezaba a anochecer. Una ligera brisa se movía entre los naranjos. Isabel se guardó el guijarro en el bolsillo de su chaqueta y encendió un cigarrillo.

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