La madre o el lenguaje de los cardos

cardo

(«Del cardo el alimento»,  fotografía de Estrella Corona)

Epicúrea repasa un álbum de fotografías de un viaje a un lugar de la Mancha, las Tablas de Daimiel y está contemplando la fotografía de un cardo. La loca Beauvoir lee los diarios adolescentes de Susan Sontag. Está lloviendo y el repiqueteo del agua en los cristales hace más reconfortante el recogerse en el sofá.

«¿Te he hablado de mi madre?», pregunta Epicúrea. «Muchas veces», responde la loca Beauvoir sin levantar la vista del libro.

_¿Y la historia de mi nacimiento?
_La historia empieza cuando uno nace, ¿no?
_Uy, no, no, a veces empieza antes. En mi caso,

mi madre sospechó que estaba embarazada de mí cuando empezó a vomitar descontroladamente por las mañanas. Cuando sus sospechas se confirmaron se echó a llorar —no quería tener más hijos— y siguió vomitando. Más tarde, haciendo gala de su sentido práctico, decidió que sería niño —las mujeres sólo habían nacido para sufrir— y que me llamaría como su hermano. Yo, que sólo deseaba complacer a mi madre, intenté desesperadamente cambiar de sexo durante la gestación, pero no hubo manera. Incluso retrasé el parto, esperando que se produjera un milagro, pero al cabo de tres días me sacaron con fórceps, de color morado y niña. El color morado no sólo se debía al bochorno por sentir que había decepcionado a mi madre, sino por la falta de oxígeno —hipoxia perinatal.

_¡Morada! ¿Hipoxia?
_ Si, nací con el cordón umbilical enrollado en el cuello y claro, al tirar, me asfixiaba.
_¡Qué inteligente! El tuyo debe ser el primer intento de suicido prenatal.
_¿Tú crees? Quién sabe, nos fallan las estadísticas.

Como no lloraba —no me atrevía— la comadrona se lió a darme azotes. Rompí a llorar, por el sofoco y el dolor de nalgas. Acabado el parto acabó también el interés de mi madre por mí, que me cedió para los cuidados cotidianos a mi hermana, pero mi hermana tenía que ir al colegio, así que me traspasaron a mi abuela. Anduve de mano en mano muchos años, sin que nadie me hiciera mucho caso. Yo pensaba que el problema era haber nacido chica, y en cuanto pude echar a andar insistí en vestirme de chico a ver si, así, a mi madre se le olvidaba mi sexo y mostraba algún interés por mí:

_Álvaro, hijo, quítale a la niña tus pantalones que se va a pegar un trastazo con los faldones.

Además yo era fea. Es decir, era más fea que mi hermano, que era el paradigma de la belleza y de la inteligencia. Mi madre me contaba lo guapo que era mi hermano cuando era pequeño, ¡tenía unos ojazos! Yo, por el contrario, los tenía pequeños y uno de ellos estrábico.

_¡Pon el ojo en su sitio! ¡Pero qué manía de meterlo!

Yo empezaba a dar cabezazos, para ver si el ojo se centraba pero, no, el ojo seguía a su aire. Ni con las notas del colegio podía llamar su atención.

_Elvira, tu hija pequeña es inteligentísima.
_Faltaría más, es hija mía, pero su hermano sí que es inteligente, que se leía una enciclopedia en un día.

Así era imposible competir. Yo seguía insistiendo en vestirme de chico para ocultar mi sexo, pero era imposible. ¡Me estaban creciendo pechos! Los ignoré, qué podía hacer, hasta que mi madre vino un día con un sujetador y me dijo:

__Anda, póntelo, que ya va siendo hora.

Era imposible ocultarme. Las formas que me iban saliendo eran inequívocamente femeninas. Además, me quedé bajita. No tenía ni el consuelo de pensar en cambiar de sexo. ¿Qué iba a hacer de hombre midiendo 1.52 cm? Intenté hacer de la necesidad virtud y comencé a vestir de chica —cosa que a mi madre le pareció muy bien antes de volver a sus quehaceres. Insistí en cultivar mi feminidad al tiempo que coleccionaba novios, buenas notas, becas y premios, másteres y doctorados. Lo intenté todo.  Mi madre no cambió su actitud de indiferencia. Así que, hace unos años, en una de esas reuniones familiares, me armé de valor, y le pregunté:

_¿Se puede saber qué tengo que hacer para que me hagas caso?

Mi madre, sin levantar la vista del periódico, dijo:

_Alvaro, hijo, llama a tu hermana y dile que no moleste.

«Y así acaba la historia», dijo Epicúrea, cerrando el álbum de fotos. «Pobre, no se recupera del psicoanálisis», pensó la loca Beauvoir. Había dejado de llover y hacía un sol radiante.
_Anda, vamos a darnos una vuelta.

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