El geranio

Geranio

«Geranio»,  fotografía de Estrella Corona

Epicúrea contempló un rato la rosa seca que descansaba en el búcaro. La loca Beauvoir leía el «Diario de Adán y Eva» de Mark Twain.

__¿Te he contado la historia de la mujer que vivía en un ático lleno de plantas muertas?

La loca Beauvoir, distraídamente, dijo:

__Qué espanto. Y ¿para qué las tenía? ¿De ambientador?
__Boba (dijo Epicúrea sonriendo). Aurora, llamémosla así, estaba encantada con sus plantas muertas.
__Debe ser la última moda en jardinería.

Epicúrea hizo caso omiso del caustico comentario y siguió hablando mientras no dejaba de mirar la rosa.

__Verás,

Aurora vivía en un ático pequeño e íntimo —el del edificio contiguo estaba cerrado y nadie podía molestarle allí. Las paredes de la terraza necesitaban una mano de pintura desde hacía muchos años y había docenas de macetas con plantas muertas por todos lados. La terraza tenía unas vistas magníficas y Aurora estaba encantada de haber encontrado un rincón tan decadente donde poder vivir en paz. Por las tardes solía sentarse en la terraza a contemplar la puesta de sol y las sombras que iban devorando las paredes. Un día se le ocurrió regar las plantas. Ella no tenía ninguna esperanza, ni deseo alguno, de que alguna rebrotara pero, de ese modo, podía jugar a que cuidaba de algo. Las regaba los domingos por la mañana escuchando música. Aurora viajaba con frecuencia por motivos de trabajo. Podía marcharse de viaje durante varias semanas y las plantas seguían allí, inalterables, a su vuelta. No necesitaban nada y siempre hacían compañía. Eran perfectas.

Muro con plantas muertas
«Muro con plantas muertas»,  fotografía de Estrella Corona

La loca Beauvoir había dejado de leer y miraba a Epicúrea enarcando una ceja.

Un día vio una pequeña hoja verde en una de las macetas. Se quedó pasmada. La estudió cuidadosamente y le pareció muy débil. No sobreviviría a su próximo viaje. La regó según era su costumbre. Para su sorpresa, a su vuelta, aquella hoja, en vez de morir, había crecido. Aurora se puso muy contenta —tenía que estarlo, puesto que había conseguido resucitar una planta. Su intenso color verde contrastaba con el gris de las paredes de la terraza y le hacía sentir algo de fiebre, como si un niño correteara por el ático o una amante le besara con pasión.

La planta fue llenándose de hojas grandes como pámpanos. Aurora ya había descubierto que era un geranio. Y, un día, éste la recompensó con una flor enorme. A lo largo de las semanas siguientes y mientras le dispensaba todos los cuidados que podía imaginar, comenzó a sentir una vaga sensación de malestar. Vigilaba el geranio constantemente. ¿Lo regaba mucho o poco? Parecía haber perdido algo de color. Pero, ¿cuál era la intensidad óptima de color de un geranio? ¿Tendría suficiente abono? ¿Qué haría cuando se marchara de viaje? Tendría que pedirle a alguien que viniera a regarlo. ¿A quién? No tenía amigos cercanos, sólo compañeros de trabajo y unos pocos conocidos. Eso suponía compartir algo íntimo con alguno de ellos. Tendría que hablar del geranio —sólo de pensarlo se ruborizaba muchísimo. Se dio cuenta de que el geranio empezaba a incomodarle. Tenía que cuidarlo, tenía que estar pendiente, y él tampoco parecía que se esponjara con sus cuidados como al principio. Ahora que lo colmaba de atenciones y de abono parecía indiferente y mudo.

No dejaba de pensar en él. Aurora constató que el geranio le estaba afectando demasiado el día en que, sin darse cuenta, cambió la fecha de vuelta de un viaje porque le parecía que se pasaría demasiado tiempo sin regarlo. Eso era intolerable. En su trabajo nadie acortaba un viaje por familia, amantes, hijos, perros ni, por supuesto, geranios. O, al menos, ella no lo había hecho jamás, ni sabía de nadie que lo hubiese hecho. Pensó que había llegado demasiado lejos.

El domingo siguiente —era mayo— cuando ya estaba con la jarra en alto, supo lo que tenía que hacer. Tenía que dejar de regarlo. Sería doloroso, pero lo lograría. Siempre había sido su técnica. Tirón seco y fuera. Se acabó. Se dijo que debía tirar el geranio a la basura, pero le faltó valor. Era mejor, para darse una lección a sí misma, contemplar la agonía del geranio allí, sobre el muro que separaba su terraza de la contigua. Bajó el brazo y entró en la casa sintiéndose perdida y triste.

Durante unas semanas acechó el geranio para ver las primeras señales de su agostamiento. Pero no había tenido en cuenta que los geranios son plantas duras que no se dejan morir así como así. El geranio no parecía percatarse del abandono de Aurora. Es más, su color adquirió mayor intensidad durante los primeros días sin riego. Incluso echó otra flor, lo que le resultó muy hiriente. Aurora casi no pisaba la terraza y cuando lo hacía se sentía airadísima por su desdén. Pero, como era de esperar, el geranio fue resintiéndose por la falta de agua. Comenzó entonces un periodo muy turbulento en las vidas de Aurora y del geranio.

Aurora, como suele suceder en estos casos, fue incapaz de cumplir su promesa limpiamente. Lo regaba cuando se sentía culpable o le desbordaba la ternura o el dolor de sentirse sola y dejaba de regarlo cuando le daba miedo quererle o quería demostrarse su indiferencia. El geranio, como también suele pasar en estos casos, siempre reaccionaba demasiado tarde. O le costaba reverdecer, haciendo que Aurora se sintiera muy herida durante la espera, o se agostaba cuando ya la ira de Aurora se había calmado y ésta se arrepentía de su acción. Y vuelta a empezar. Al final, Aurora estaba agotada y el geranio, a juzgar por su apariencia, también. Un día Aurora se fue de viaje sin hacer planes con el geranio y, a su vuelta, había muerto. Su relación había acabado.

Aurora suspiró pensado que ya era libre. Pero no volvió a sus antiguas costumbres. Aunque no quisiera pensar en ello, no podía seguir jugando a cuidar plantas. Su terraza ya no era una hermosa terraza decadente sino una vieja terraza llena de macetas desvencijadas. Aunque no quería reconocerlo, se sentía terriblemente sola. Como siempre tuvo algo de calvinista, no se permitió ninguna distracción. Trabajaba, iba al gimnasio, leía, iba al cine y salía con compañeros de trabajo según marcaba el meticuloso horario que se había impuesto. Su terraza tenía un aspecto cada vez más lamentable. Ya no salía nunca a contemplar la puesta de sol. Viajó durante todo aquel invierno.

El ático tenía ese silencio que se adueña de las casas donde no vive nadie. Aurora entró y levantó la persiana de la puerta de la terraza y allí estaba el geranio, reverdeciendo de nuevo. Aunque su aspecto no era tan lozano como antes y sus ramas estaban torcidas, irradiaba color en la terraza. Aquello era más de lo que el cuidadoso autocontrol de Aurora podía soportar y rompió a llorar.

-¿Hola?
Aurora se llevó un susto tremendo. Una cabeza asomó detrás del muro. Se secó las lágrimas precipitadamente. Una mujer de edad parecida a la suya la miraba con curiosidad.
-¿Te has mudado aquí?
-No.
-¿De visita?
-No.
Aquella mujer enarcó una ceja y compuso un gesto irónico.
-¿Un fantasma?
Aurora se estaba irritando. Por hacer algo, bajó el geranio del muro.
-Vaya, me había encariñado con él. Necesita que le cambien la tierra. Estaba a punto de hacerlo. ¿Vives ahí?
-Sí.
-Pues somos vecinas. Yo llevo aquí dos meses. Me llamo Edurne.
Sonrió y dijo:
-Tus plantas están hechas un asco. Deberías tirarlas. Menos el geranio, claro.
Aurora vaciló una fracción de segundo y dijo:
-Sí, voy a tirarlas.

Epicúrea desvió su mirada de la rosa y sonrió a la loca Beauvoir.

_Y así acaba la historia de la mujer que vivía en el ático con plantas muertas.

La loca Beauvoir miró a Epicúrea con benevolencia.

_El final es muy ñoño, ¿no?

Epicúrea enrojeció ligeramente.

_Es que no sé cómo acabarlo. Y tiene que pasar algo, la historia tiene que avanzar y cerrarse.
_Pues que tire el tiesto a la calle; así se rompe y se acabó el conflicto.
_Eso es imposible, el tiesto está sobre el muro que separa las dos terrazas, ese suceso requiere que Aurora coja deliberadamente el geranio y lo tire. No es capaz de hacer eso. Además, puede caerle a alguien y eso significa abrir otro conflicto, y eso es demasiado para un cuento.
_Pues pones a la vecina en la calle y que le caiga el tiesto en la cabeza. Además, puedes suponer que la sanidad madrileña funciona maravillosamente y que la vecina vuelve a las dos horas con un vendaje a lo Carmen Miranda. Y que después abrieron juntas una floristería.
_Eso es una gilipollez.

Epicúrea se marchó molesta, dándole vueltas al final de la historia del geranio. La loca Beauvoir sonrió. «Pobre -pensó- aún no se ha recuperado del psicoanálisis». Y volvió con Mark Twain.

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